Un Comedor, un Sueño y la Fuerza del Duro Aprendizaje
Era un martes gris en el que el viento golpeteaba las ventanas del comedor de la colonia Obrera, un barrio histórico de la Ciudad de México. La tarde se alargaba, pero la atmósfera seguía cargada de la humedad típica de la temporada de lluvias. El lugar, pequeño pero acogedor, siempre estaba lleno de personas que, como Marta, buscaban un refugio en su ajetreada rutina. Aunque el comedor estaba en un barrio céntrico, era un oasis olvidado por muchos.
Marta siempre acudía allí después de su jornada laboral. Había trabajado como secretaria en una empresa de traducción durante casi 30 años, pero nunca había dejado de soñar con ser algo más. A veces se preguntaba si la vida le había ofrecido pocas oportunidades o si ella misma había sido demasiado cautelosa para tomarlas. Sin embargo, el comedor, aunque humilde, se había convertido en su lugar de reflexión.
El comedor estaba en una de las colonias más antiguas de la ciudad, cerca del Mercado de la Merced, un lugar vibrante y caótico que reflejaba la esencia del alma mexicana: colores, ruidos y un constante bullicio. El comedor, en comparación, parecía haberse detenido en el tiempo. Allí, se respiraba paz, y cada rincón, aunque sencillo, tenía una historia que contar.
En ese ambiente tan peculiar, Marta, quien ya había cruzado la barrera de los 60 años, sentía que había superado muchas de las luchas que la vida le había puesto por delante. La verdad era que el inglés nunca había sido su prioridad. Cuando era joven, en los años 70, el sueño de aprender inglés parecía más un lujo que una necesidad. Sin embargo, después de tantos años trabajando en la ciudad, Marta había llegado a la conclusión de que su dominio del inglés podría abrirle puertas, pero no solo laborales, sino personales. De algún modo, aprender una lengua extranjera le parecía una forma de redescubrirse.
Aquel día, el comedor estaba especialmente animado, pues un grupo de jóvenes había llegado a participar en un curso intensivo de inglés ofrecido por una ONG local. El ambiente, que normalmente era tranquilo, se tornó vibrante con risas, intercambios y una energía renovada. Marta los observó mientras se acomodaban en una mesa, la misma que ella solía ocupar, como si la vida le hubiera dado la oportunidad de un nuevo encuentro, un nuevo momento de conexión.
Era la primera vez que veía a este grupo de estudiantes, pero los había escuchado en otras ocasiones. Su acento fresco y joven contrastaba con la serenidad de los trabajadores habituales del comedor. Marta notó, de inmediato, que no todos parecían estar cómodos en su intento por aprender inglés. Algunos luchaban por comprender los ejercicios, otros apenas se atrevían a pronunciar palabras, y había unos cuantos que miraban sus libros con desesperación.
Fue entonces cuando una de las voces de ese grupo, la de una joven con los ojos grandes y una sonrisa tímida, rompió el murmullo de la habitación.
— "No es tan fácil como pensaba... este inglés es muy duro."
La frase hizo eco en Marta. La joven, con el rostro preocupado y la expresión de quien se enfrenta a una batalla difícil, le resultó familiar. Marta había estado allí misma, años atrás, sintiendo la misma frustración al intentar descifrar las complejidades de una lengua extranjera. Fue un sentimiento que no había olvidado.
Marta se levantó lentamente de su silla cerca de la ventana, donde solía sentarse cada tarde, y caminó hasta la mesa del grupo. El comedor, con sus paredes desgastadas y sus mesas de madera, parecía tener una vida propia, una historia de quienes habían pasado por allí buscando algo más que comida: un refugio, una lección, un respiro.
— "¿Duro? El inglés, ¿eh? ¿Sabes? Yo también aprendí inglés cuando era joven, y me parecía un desafío imposible."
La joven la miró, sorprendida por la intervención de una extraña. Marta, con su cabello canoso recogido en un moño sencillo y su rostro marcado por los años de trabajo, tenía algo que inspiraba confianza. No era una mujer de muchas palabras, pero su presencia invitaba a la reflexión.
— "¿De verdad? Pero... ¿cómo lo lograste?"
Marta sonrió con una mezcla de nostalgia y amabilidad. Recibió la mirada curiosa de la joven y se sentó en la mesa, recordando su propio pasado, en la Ciudad de México de los años 70, cuando el mundo era muy distinto y aprender inglés parecía un lujo inaccesible.
En aquellos años, la capital era un hervidero de cultura, protesta y música. La vida era acelerada, como lo sigue siendo hoy, pero Marta no tenía acceso a recursos educativos de calidad. Sus padres, inmigrantes de provincias, le dieron todo lo que pudieron, pero el inglés era una posibilidad lejana. Cuando ella cumplió 20 años, en 1980, decidió mudarse al centro de la ciudad, buscando un futuro mejor. Comenzó a trabajar en una pequeña agencia de traducción, pero sus conocimientos de inglés eran rudimentarios. Por eso, en su tiempo libre, se inscribió en cursos comunitarios, pero las clases nunca lograron captar su interés. Sin embargo, no se dio por vencida. Fue en un comedor similar a este, en una iglesia cercana, donde conoció a un hombre mayor que hablaba inglés y español con fluidez. Él fue su mentor, enseñándole de manera informal, a veces mientras tomaban café o compartían un pan.
Marta no tenía dinero para clases formales, pero el deseo de aprender, de superar esa barrera, fue lo que la mantuvo en movimiento. El proceso fue largo, muchas veces frustrante. Pasaba horas en su casa repitiendo palabras, buscando significados, escuchando música en inglés y viendo películas subtituladas. A pesar de sus esfuerzos, había días en que el inglés le parecía un idioma imposible de dominar.
"El inglés no es fácil," continuó Marta, mirando a la joven frente a ella. "Pero te prometo algo: si te aferras a él, aprenderás mucho más que solo palabras. Aprenderás a confiar en ti misma, a no rendirte, a seguir incluso cuando todo parece oscuro. Yo lo hice aquí, en este mismo comedor. Y mírame ahora."
La joven la miró con una mezcla de admiración y sorpresa. El comedor, que para ella solo era un refugio de almuerzos baratos y conversaciones sin importancia, ahora parecía un lugar cargado de historia, un punto de encuentro de vidas entrelazadas por sueños, fracasos y superaciones.
"¿Por qué te tomaste tantas molestias?" preguntó la joven, asombrada por el relato.
Marta se quedó en silencio por un momento, mirando las arrugas en sus manos, que reflejaban años de esfuerzo, pero también de gratitud. En sus ojos brillaba la luz de quien había vivido lo suficiente como para saber que no se trataba solo de aprender un idioma, sino de lo que ese idioma representaba: la oportunidad de conectar con otros, de superar las barreras del miedo, del desconocimiento.
"Porque cuando alguien te ayuda a encontrar tu camino, se convierte en algo mucho más grande que solo un favor. Se convierte en una cadena que nunca se rompe. Yo no soy la misma que era antes de aprender inglés, pero eso no lo hice sola. Y si hoy puedo estar aquí, en este comedor, con la posibilidad de compartir lo que aprendí, es porque alguien hizo lo mismo por mí."
En ese momento, Marta recordó lo que su mentor le había dicho una vez: "El conocimiento no es solo para ti, es para el mundo que te rodea. Lo que siembras hoy, otros lo recogerán mañana." Esas palabras se grabaron en su corazón, y ahora las compartía con una joven que quizás, en un futuro cercano, podría transmitirlas a otros.
La joven sonrió, como si hubiera comprendido algo que no había comprendido antes. No se trataba solo de aprender una lengua, sino de todo lo que esa lengua traía consigo: nuevas posibilidades, nuevos horizontes, y, sobre todo, la oportunidad de conectar con otras personas.
Marta regresó a su asiento cerca de la ventana. La lluvia comenzaba a caer con suavidad sobre el cristal. Mientras observaba el caos urbano de la Ciudad de México desde su pequeño refugio, pensó en sus propios desafíos, en cómo el "duro" del aprendizaje se había transformado en algo que la había enriquecido más allá de lo que las palabras podían expresar.
En ese preciso instante, Marta vio a la joven levantarse con más seguridad, abriendo su libro con una nueva determinación en su rostro. Marta sonrió para sí misma, sintiendo una paz que solo los momentos de verdadero aprendizaje pueden brindar. Y en ese comedor, con su mobiliario antiguo y la calidez de los recuerdos, comprendió que, al igual que el idioma, las historias de lucha y superación también seguían viviendo entre las paredes de ese lugar.
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