El Refugio en las Alturas
La niebla cubría los cerros de Yanahuanca como un manto espeso, ocultando los caminos empinados que llevaban al corazón del pueblo. Era temprano en la mañana, y Juan, recién llegado desde Lima, respiró el aire frío de los Andes. En la distancia, los techos de tejas y las paredes de adobe le dieron una bienvenida silenciosa, como si las montañas lo estuvieran observando.
Habían pasado veinte años desde la última vez que pisó su tierra natal. Yanahuanca, un pintoresco pueblo enclavado en el Valle del Río Pichis, en la región de Pasco, era un lugar que siempre había llevado en su corazón, aunque lo dejó atrás buscando un futuro mejor. Pero ahora, el llamado del pasado lo trajo de vuelta.
En su bolsillo llevaba una carta con un mensaje breve, escrito con una caligrafía firme:
"El Refugio necesita tu ayuda. No lo dejes morir."
El Refugio, como lo llamaban todos, era un antiguo centro comunitario en lo alto del cerro principal, construido en tiempos del padre Anselmo, un sacerdote español que dedicó su vida a los niños del pueblo. Allí, Juan aprendió a leer, jugar y soñar. Sin embargo, tras la muerte del padre, el lugar quedó en ruinas, abandonado a merced del tiempo y la indiferencia.
Juan no entendía por qué lo llamaban a él, pero había algo en esa carta que no podía ignorar.
Encuentros y Recuerdos
La plaza central de Yanahuanca estaba menos bulliciosa de lo que recordaba. Las señoras vendían sus tamales de maíz y sus quesos frescos en un silencio casi ritual. El aire fresco del valle traía consigo el aroma de las flores de quina y la tierra húmeda. Los niños correteaban, pero sus risas parecían apagadas.
“¿Juan? ¿Eres tú?”
Era Carmen, su amiga de la infancia, ahora con un rostro marcado por los años, pero con los mismos ojos llenos de vida. Se abrazaron con fuerza, como si quisieran recuperar el tiempo perdido.
“¿Qué haces aquí?” le preguntó ella, sorprendida pero feliz.
“Recibí una carta. Mencionaba el Refugio. ¿Qué ha pasado con él?”
Carmen suspiró. Mientras caminaban por las calles empedradas hacia el cerro, le explicó cómo el Refugio, que antes era el corazón del pueblo, se convirtió en un cascarón vacío tras la muerte del padre Anselmo. Sin embargo, algunos jóvenes del pueblo soñaban con reconstruirlo y devolverle su propósito: ser un espacio de aprendizaje, refugio y unión para todos.
“Pero necesitamos ayuda, Juan. Ayuda para recordar lo que significaba el Refugio y para que la gente vuelva a creer que es posible.”
Juan miró las montañas. Eran las mismas que lo vieron crecer. Sabía que no podía dar la espalda.
Trabajo en Comunidad
Cuando llegó al Refugio, Juan sintió un nudo en la garganta. Las paredes de adobe estaban agrietadas, el techo de tejas caído en varias partes, y los pasillos que antes resonaban con risas ahora estaban llenos de maleza. Sin embargo, algo seguía allí: una energía latente, como un susurro que pedía ayuda.
Los primeros días fueron difíciles. Junto con Carmen y algunos jóvenes del pueblo, comenzó a limpiar y a evaluar los daños. Pronto, más personas se unieron. Miguel, un carpintero que había perdido su taller en un deslizamiento, se ofreció para las reparaciones. Sofía, una profesora recién llegada, organizó a los niños para pintar murales en las paredes. Incluso doña Marta, una anciana que apenas podía caminar, tejió cortinas para las ventanas reconstruidas.
El trabajo era agotador. Las herramientas eran pocas, y las manos, aunque dispuestas, no siempre eran suficientes. Una tarde, mientras cargaban maderas para reforzar las vigas, Carmen bromeó:
“Esto es peor que ir al gimnasio. ¡Mira cómo me tiemblan los brazos!”
Juan rió.
“Pues piensa que estamos entrenando el corazón. Este es el gimnasio del alma.”
La frase se volvió un lema entre los voluntarios. Cada vez que alguien se quejaba del cansancio, recordaban que estaban fortaleciendo no solo el Refugio, sino también la comunidad.
El Alma de la Sierra
Una tarde, mientras revisaban los libros antiguos que aún quedaban en la pequeña biblioteca del Refugio, Carmen encontró uno firmado por el padre Anselmo. En la primera página había escrito:
"En las alturas, el amor puede mover montañas."
Juan recordó las palabras del sacerdote como un eco de su infancia. Ese amor era lo que lo había traído de regreso, y era lo que ahora guiaba a toda la comunidad.
El trabajo continuó, y cada vez más personas se sumaron. Durante las jornadas, compartían alimentos tradicionales: papas sancochadas con ají, choclos tiernos y pequeños bocadillos que las señoras del pueblo comenzaron a llamar “picas”, en honor a las raciones rápidas que se llevaban para comer mientras trabajaban en las alturas.
“Estas picas tienen sabor a esperanza,” comentó doña Marta una tarde, mientras repartía las últimas humitas.
Renacimiento
Después de meses de esfuerzo, llegó el día de la inauguración. El Refugio, aunque aún con detalles por terminar, estaba listo para abrir sus puertas. La comunidad organizó una gran feria. Hubo música andina con quinas y charangos, danzas tradicionales de la región, y una misa en honor al padre Anselmo.
Cuando Juan vio a los niños colgando cintas de colores en las columnas restauradas, sintió que todo el esfuerzo había valido la pena. Las familias se reunieron en las nuevas aulas, los jóvenes planearon talleres de tejido y carpintería, y los migrantes que cruzaban la región encontraron un lugar cálido donde descansar.
Impacto en las Alturas
En los meses siguientes, el Refugio del Silencio, como se le conocía, se convirtió en un ejemplo de resiliencia en toda la región. Con el apoyo de organizaciones locales, instalaron paneles solares y un sistema de riego para un huerto comunitario que permitió la siembra de maíz morado, quinua y fresas de altura.
Los resultados fueron tangibles:
Más de 40 familias migrantes encontraban refugio cada año.
150 niños asistían a talleres y actividades culturales.
La economía local creció un 25%, gracias a los eventos y la venta de productos elaborados en los talleres del Refugio.
Pero lo más importante fue el cambio en las personas. El pueblo de Yanahuanca, que antes parecía apagado, ahora era un faro de esperanza.
Juan, por su parte, decidió quedarse. Dejó atrás su vida en Lima y dedicó sus días a enseñar a los niños y coordinar actividades en el Refugio. Aunque nunca supo quién envió la carta que lo trajo de regreso, estaba agradecido.
En las noches frías, sentado frente al Refugio, miraba las estrellas y recordaba las palabras del padre Anselmo. En las alturas, el amor realmente había movido montañas.
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