"El Chicle Bajo el Pupitre: Recuerdos Nostálgicos de la Escuela en los Años 70 en Argentina"
"El Chicle Bajo el Pupitre"
Era un lunes cualquiera en nuestra vieja escuela, esa que parecía contener todo el mundo dentro de sus paredes despintadas y sus pisos de baldosas gastadas. Los pasillos olían a tiza, libros usados y, si te acercabas al kiosco de la esquina, a esa mezcla de caramelos masticables, chocolatines y las famosas pastillas de menta de la época. Los recreos, siempre ruidosos, eran un desfile de risas, corridas y el crujir de las figuritas intercambiadas como si fueran la mayor moneda de valor.
En aquellos días, no había mayor lujo que tener un chicle en el bolsillo. Pero no cualquier chicle, no. Tenía que ser de esos que venían con los envoltorios de colores y dibujos, como los "Bazooka", que traían las famosas historietas diminutas que todos leíamos en voz baja para no aburrirnos en clase. Si conseguías uno, eras el rey del grado. Y si lo compartías, te convertías en leyenda.
Lo comprábamos en el kiosco de doña Elena, justo a la vuelta de la escuela. Era un local chiquito, con estanterías llenas de golosinas que parecían brillar bajo la luz mortecina del tubo fluorescente. Ahorrábamos los pocos centavos que nos daban en casa, privándonos de la empanada o el alfajor del recreo, solo para tener un chicle que durara hasta la última hora de clase.
El verdadero desafío, claro, no era comprarlo, sino mascarlo sin que la maestra nos descubriera. En mi caso, era la temida señorita Amelia, que tenía un ojo clínico para detectar cualquier movimiento sospechoso. Más de una vez alguien fue "invitado" a pararse frente al curso, con las manos sudando y el chicle aún escondido en la boca. “¡A la dirección, mocoso!”, gritaba ella, mientras el resto nos moríamos de la risa, intentando disimular.
Recuerdo una tarde, antes del recreo. Vos habías conseguido un chicle nuevo, uno de esos de frutilla que olían tan dulce que se sentían a metros. Me lo pasaste por debajo del pupitre, como si fuera un secreto de Estado. Lo masticamos a escondidas, tapándonos la boca con las manos, mientras la señorita explicaba algo que ni vos ni yo escuchábamos. En ese momento, el sabor del chicle era más importante que cualquier ecuación.
Los pupitres, por cierto, eran todo un mundo. Los bordes estaban llenos de iniciales grabadas con compases, corazones tallados con tijeras y dibujos que nadie entendía. Pero lo mejor estaba abajo: la colección infinita de chicles pegados por generaciones de estudiantes. Siempre especulábamos sobre cuántos años tendrían esos chicles, y nos desafiábamos a tocarlos con el dedo, entre risas y caras de asco.
Una vez, durante una tarde calurosa de noviembre, nos atrevimos a despegar uno. Era duro como una piedra y tenía un color indefinido, mezcla de polvo y el paso del tiempo. Lo guardamos en una cajita junto con otros “tesoros” que coleccionábamos: una chapita de gaseosa, una bolita opaca y un lápiz mordido. Para nosotros, era como un cofre de cosas importantes, aunque los adultos jamás lo hubieran entendido.
Los años pasaron, y cada uno siguió su camino. La escuela, como tantas otras cosas, quedó en el recuerdo. Un día volví, movido por la nostalgia. La fachada seguía ahí, aunque un poco más descuidada, con los vidrios rotos y los bancos del patio invadidos por el pasto. Caminé hasta nuestra vieja aula. Al entrar, el eco de mis pasos resonaba en el silencio, como si el lugar todavía guardara algo de nuestra infancia.
Me acerqué a nuestro pupitre, el que habíamos compartido durante tantas clases. Pasé la mano por la madera ahora áspera y gastada. Y, casi por instinto, palpé la parte de abajo. Ahí estaba, un chicle seco y endurecido, pegado como un fósil. Quise creer que era el nuestro, aunque probablemente no lo fuera. Pero no importaba: en ese momento, todos los recuerdos volvieron de golpe, como una ráfaga de risas, secretos y esa complicidad que solo los amigos de la infancia pueden entender.
De regreso a casa, con una sonrisa en el rostro, pensé en lo simples que eran las cosas entonces. Un chicle, un pupitre y un amigo bastaban para hacernos felices. Hoy, la vida es más complicada, llena de responsabilidades y agendas apretadas. Pero cada tanto, en esos momentos de calma, cierro los ojos y vuelvo a ese aula. Puedo sentir el crujir de las baldosas, el olor a tiza, y el sabor dulce del chicle que compartimos.
Y me doy cuenta de que no eran los chicles lo importante, sino esos momentos que, sin saberlo, nos estaban construyendo. Momentos que hoy, como un viejo chicle debajo de un pupitre, permanecen intactos en la memoria, duros y dulces, como los mejores recuerdos de la infancia en una escuela argentina.
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