"La burbuja que nunca explotó: Un viaje nostálgico a los recuerdos de la infancia"
El patio trasero de la casa de la abuela era un mundo aparte. Para Mateo, de ocho años, era un lugar donde la imaginación reinaba y el tiempo parecía detenerse. Los limoneros, altos y orgullosos, creaban un techo verde bajo el cual los secretos de la infancia encontraban refugio. En un rincón, un viejo columpio colgaba de la rama más robusta, chirriando suavemente con el viento. Pero lo que más fascinaba a Mateo era el tarro mágico que guardaba en la repisa de la cocina.
"¿Hoy habrá viento?", se preguntó al abrir la ventana de su habitación. La brisa suave movió las cortinas, como si le respondiera. Bajó las escaleras corriendo, con la emoción chispeando en sus ojos. Tomó el tarro de plástico azul, donde el jabón y el agua se combinaban con una pizca de azúcar, según la receta secreta de su abuela. Esa mezcla, simple y brillante, tenía el poder de convertir cualquier día en una aventura.
En el patio, con la vara de plástico en la mano, Mateo sopló con cuidado. La primera burbuja, pequeña y tímida, se elevó hacia el cielo. Reflejaba el mundo a su alrededor: el cielo azul, las hojas verdes y el rostro sonriente de su hermana Lucía, que observaba expectante desde el borde del escalón.
"¡Haz otra, Mateo! Quiero atraparla", exclamó Lucía, de seis años, mientras corría tras la burbuja que explotó justo antes de que pudiera alcanzarla.
Mateo rió, encantado con el entusiasmo de su hermana. Sumergió la vara en el líquido una vez más, esta vez soplando con más fuerza. Una burbuja gigantesca emergió, más grande que cualquiera que hubiera hecho antes. La burbuja parecía tener vida propia. Su superficie iridiscente reflejaba destellos de luz que cambiaban con cada movimiento. Pero lo más extraño era cómo flotaba: no seguía la dirección del viento, sino que parecía moverse con intención, como si supiera adónde quería ir.
Lucía, con los ojos muy abiertos, señaló. "¡Mira! Esa no quiere explotar".
Ambos hermanos se quedaron inmóviles por un momento, viendo cómo la burbuja flotaba hacia los limoneros, esquivando hojas y ramas con una gracia inexplicable. Sin pensarlo dos veces, comenzaron a seguirla. A cada paso, la burbuja los guiaba más allá de los límites conocidos del patio, llevándolos hacia un rincón olvidado donde la abuela solía guardar sus herramientas de jardinería.
"¿Qué hay aquí?" preguntó Lucía, mientras Mateo apartaba algunas ramas secas. Allí, entre el polvo y las telarañas, encontraron una vieja caja de madera. La tapa tenía grabadas las iniciales "C.A.", las mismas que la abuela llevaba bordadas en su delantal.
"¿Será de la abuela?" Mateo pasó los dedos por las letras antes de levantar la tapa con cuidado.
Dentro, el tiempo había dejado sus huellas: fotografías en blanco y negro, cartas con tinta desvanecida y un álbum lleno de flores secas. Cada objeto parecía contar una historia. Mateo tomó una de las cartas, escrita con una caligrafía pulida y elegante. Comenzó a leer en voz alta: "Mi querida Clara, los días sin ti son como un jardín sin flores…".
"¿La abuela tenía un novio antes que el abuelo?" preguntó Lucía, con una mezcla de asombro y diversión.
"No lo sé", respondió Mateo, intrigado. Siguieron explorando el contenido de la caja, descubriendo fragmentos de la vida de su abuela que jamás habían imaginado: un recorte de periódico donde aparecía sonriente al ganar un concurso de jardinería, un dibujo infantil que seguramente había hecho su madre, y una flor de jazmín cuidadosamente prensada entre las páginas de un libro.
Mientras tanto, la burbuja seguía flotando cerca, como si los vigilara. Mateo la observó por un instante, preguntándose si todo aquello había sido obra de la casualidad o de algo más. "Quizás quería mostrarnos esto", dijo en voz baja, apenas un susurro.
Cuando la burbuja finalmente explotó, ni Mateo ni Lucía se sintieron tristes. Había cumplido su propósito. Esa tarde, bajo el sol tibio, entendieron que los recuerdos no solo viven en nuestra mente, sino también en los objetos que tocamos, las palabras que leemos y los momentos que compartimos.
De regreso a la casa, Mateo llevó la caja a la cocina, donde la abuela preparaba su famoso pastel de limón. "¿Qué traes ahí, niño curioso?" preguntó ella, con una sonrisa. Cuando vio la caja, su expresión cambió. Tocó la tapa con cariño, como si estuviera saludando a un viejo amigo.
"Esto… esto es un pedazo de mi vida que creí perdido", murmuró, mientras sacaba una de las cartas y comenzaba a leerla en silencio.
Esa noche, mientras las estrellas llenaban el cielo y el aroma del pastel recién horneado inundaba la casa, Mateo comprendió algo que nunca olvidaría: no todas las burbujas explotan para desaparecer. Algunas se quedan con nosotros para siempre, llevando consigo los recuerdos que nos definen.
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