"Entre el Mar y la Selva "

 



22 de septiembre de 1513


El hedor de la selva se pegaba a la piel. Un aroma denso de tierra húmeda, savia, podredumbre y sudor humano lo impregnaba todo. Rodrigo de Ledesma ajustó el correaje de su peto de cuero endurecido, sintiendo cómo la tela empapada de su camisa se pegaba a su espalda. Era su primera expedición en el Darién y nunca había imaginado que la naturaleza pudiera ser tan implacable.


Vasco Núñez de Balboa iba al frente, con su armadura ligera sobre un jubón de lino, su espada al cinto y la determinación brillando en su mirada. A diferencia de muchos otros capitanes castellanos, él no se limitaba a dar órdenes desde la retaguardia; avanzaba junto a sus hombres, cruzaba los ríos con ellos, los alentaba cuando la fatiga amenazaba con derribarlos. Rodrigo lo admiraba por eso. Pero también sentía miedo. ¿Y si todo esto era una locura?


—¿Cómo vas, Ledesma? —preguntó Francisco de Peñalver, un veterano de Extremadura que marchaba a su lado.


Rodrigo resopló.


—Si he de morir aquí, prefiero que sea por una espada enemiga y no devorado por un jaguar o consumido por la fiebre.


Peñalver rió con amargura.


—Eso lo decidiremos nosotros menos que nadie.


Los guías indígenas, liderados por el cacique Ponca, avanzaban sin esfuerzo aparente. Sus cuerpos semidesnudos y ágiles parecían diseñados para la jungla. Señalaron un sendero estrecho que ascendía hacia las montañas y dijeron algo en su lengua. Balboa los escuchó con atención antes de traducir a sus hombres.


—Dicen que en dos días alcanzaremos la cima. Y desde allí… veremos el mar.


Rodrigo sintió un escalofrío. ¿Podía ser cierto?



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23 de septiembre de 1513


El ascenso fue una prueba de voluntad. Los pies resbalaban en la tierra húmeda, y cada paso parecía una batalla contra la fatiga. Los cargadores indígenas avanzaban con más facilidad que los castellanos, pero incluso ellos mostraban signos de agotamiento.


Rodrigo miró hacia atrás. Un soldado joven, apenas un muchacho, se tambaleó y cayó de rodillas. Su nombre era Diego, y había mentido sobre su edad para unirse a la expedición.


—Vamos, muchacho —dijo Rodrigo, ayudándolo a levantarse—. No has venido hasta aquí para morir en un lodazal.


Diego le dedicó una sonrisa débil y siguió avanzando, aunque su rostro reflejaba el límite de su resistencia.


Balboa ordenó una pausa cerca del mediodía. Los hombres bebieron agua y masticaron la poca carne seca que les quedaba. La humedad hacía que todo supiera rancio.


Rodrigo se acercó a Peñalver y se dejó caer a su lado.


—Dime que crees en esto —dijo en voz baja.


Peñalver se limpió la frente con la manga y miró hacia la cima, donde las nubes cubrían la vista.


—Creo que Balboa sí cree. Y eso es lo único que nos mantiene en pie.


Rodrigo asintió, sin estar seguro de si aquello era un consuelo o una condena.






24 de septiembre de 1513


La niebla cubría la montaña cuando los hombres alcanzaron la última pendiente. El aire fresco era un alivio después del calor sofocante de la selva. Balboa se detuvo y levantó una mano.


—Aquí nos detenemos.


Rodrigo vio cómo el capitán recorría con la mirada a sus hombres, como si seleccionara a aquellos en quienes más confiaba. Luego sus ojos se posaron en él.


—Ven conmigo. Quiero que seas testigo.


Rodrigo tragó saliva. Sin responder, asintió y siguió a Balboa junto a un puñado de soldados. La brisa golpeó su rostro al dar el último paso hacia la cima.


Y allí estaba.


El mar.


No un lago, no un río. Un mar infinito, extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba, con el sol reflejándose en su superficie como una promesa dorada. Rodrigo sintió que el aire le faltaba. Sus piernas temblaban, y no por el cansancio.


Balboa avanzó unos pasos, hundió la rodilla en la tierra y alzó la espada hacia el horizonte.


—¡Por Castilla y por León, tomo posesión de estas aguas y de todas las tierras que las rodean!


El grito de victoria de los soldados rompió el silencio de la montaña. Algunos cayeron de rodillas, otros levantaron sus armas al cielo. Rodrigo sintió lágrimas en sus ojos sin comprender del todo por qué.


No era solo el mar. Era la historia cambiando ante sus propios ojos.



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25 de septiembre de 1513


El descenso hacia la costa fue igual de arduo que la subida. La emoción del descubrimiento se mezclaba con el agotamiento. Los caciques de la región les hablaban de tierras aún más ricas más allá del agua, de islas llenas de perlas.


Rodrigo caminaba en silencio. Se preguntaba si volvería a ver Castilla, si su madre y su hermana alguna vez escucharían su nombre en boca de un pregonero contando la gesta de Balboa.


Cerca del campamento, se sentó junto a Peñalver.


—¿Qué piensas? —preguntó el veterano.


Rodrigo observó el horizonte, donde el sol se hundía en el mar recién descubierto.


—Que el mundo acaba de volverse más grande.


Peñalver asintió, encendiendo una pipa con movimientos pausados.


—Y que no hay vuelta atrás.


Rodrigo sonrió con amargura.


—Nunca la hubo.


Mientras la noche caía sobre la selva, los hombres de Balboa descansaban, sin saber que habían dado el primer paso hacia un destino que cambiaría la historia para siempre.


Nota 1:

De Balboa al Canal de Panamá


La expedición de Vasco Núñez de Balboa en 1513 marcó un momento crucial en la historia de la exploración. Fue el primer europeo en avistar el Océano Pacífico desde el continente americano, demostrando que las tierras recién descubiertas eran mucho más extensas de lo imaginado y sugiriendo la posibilidad de una ruta interoceánica.


Más de 400 años después, en 1914, esta visión se convirtió en realidad con la apertura del Canal de Panamá, una obra monumental que une el Atlántico y el Pacífico a través del istmo. Aunque Balboa nunca pudo haber imaginado la ingeniería moderna, su hazaña allanó el camino para futuras exploraciones y la idea de conectar ambos océanos.


Hoy, el Canal de Panamá es una arteria clave del comercio global, con miles de barcos cruzándolo cada año. Paradójicamente, la ruta marítima que Balboa ayudó a descubrir hace siglos quedó parcialmente obsoleta gracias a esta vía artificial. Sin embargo, su nombre aún perdura en la historia panameña: la moneda oficial del país se llama "balboa", y su figura sigue siendo símbolo de exploración y determinación.



Nota 2:

La ruta marítima que Vasco Núñez de Balboa abrió con su descubrimiento del Mar del Sur (Océano Pacífico) no fue una ruta comercial en sí misma en ese momento, pero sí permitió el desarrollo posterior de rutas estratégicas para el Imperio español.


Ruta marítima tras el descubrimiento de Balboa


Después de su llegada al Pacífico en 1513, Balboa informó a la Corona española sobre la existencia de este vasto océano y de las posibles riquezas al otro lado. Esto impulsó nuevas expediciones, como las de Francisco Pizarro y Diego de Almagro, quienes usaron la costa pacífica para conquistar el Imperio inca en la década de 1530.


A partir de entonces, España estableció una ruta marítima transoceánica clave:


1. Desde los puertos de Perú y Chile (Callao, Valparaíso, Guayaquil)


Cargaban oro, plata y otros productos valiosos del Virreinato del Perú.




2. Hacia Panamá (Puerto de Nombre de Dios y, más tarde, Portobelo)


Las mercancías eran transportadas por tierra a través del istmo de Panamá mediante mulas y esclavos.




3. Desde el Caribe hasta España


Los barcos volvían a embarcar los tesoros en el Atlántico y zarpaban hacia Sevilla en la Flota de Indias, escoltados por galeones para evitar ataques de piratas y corsarios.





Declive de la ruta con la construcción del Canal de Panamá


Esta ruta terrestre a través del istmo de Panamá fue utilizada durante más de tres siglos hasta la independencia de las colonias americanas. Sin embargo, perdió importancia en el siglo XIX con la apertura del Ferrocarril de Panamá (1855) y, finalmente, con la construcción del Canal de Panamá (1914), que permitió un paso directo entre los océanos sin necesidad de transporte terrestre.


Irónicamente, aunque Balboa fue el primer europeo en ver el Pacífico, nunca pudo navegarlo. Sin embargo, su descubrimiento permitió que, en siglos posteriores, los españoles dominaran el comercio transoceánico y conectaran ambos océanos, una visión que se materializó plenamente con el Canal de Panamá en el siglo XX.








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