La Escuadra

 


La noche se había vuelto espesa, como una cortina de terciopelo que envolvía el valle en un silencio sobrecogedor. Desde el risco más elevado se podía atisbar un cielo velado por nubes púrpura, casi como si el firmamento anunciara el cumplimiento de un antiguo augurio.


En la linde del camino de grava, donde la tierra se partía en brechas profundas, se alzaban cuatro siluetas con la quietud de un monumento. Nadie conocía sus nombres ni su origen, solo se les susurraba con un temor ancestral: la Escuadra.


Existía una leyenda antigua—no consignada en libros ni pergaminos, sino guardada en el murmullo de viejas oraciones—que hablaba de un tiempo en que surgían cuatro heraldos, cada uno con un designio ineludible. No eran hombres ni bestias, sino algo más. Su presencia se vinculaba a eventos que tambaleaban las certezas del mundo, como si fueran la manifestación de fuerzas que nadie osaba nombrar.


Esa misma noche, Elena Rojas avanzaba con pasos presurosos para salvar a su madre. El frasco con el preciado medicamento descansaba en su bolsa, ligera y pesada a la vez, porque contenía la única esperanza de una vida que se extinguía. Cruzar aquel valle desolado era su mejor opción, a pesar de que, desde niña, había escuchado historias de sombras que se movían cuando la luna se velaba.


Y entonces, los vio. De pie junto al sendero, la Escuadra la aguardaba. Sintió un hormigueo en la nuca cuando reparó en sus miradas: cada uno de esos rostros desafiaba la lógica, como si en su interior palpitara una llama que no pertenecía a este mundo.


El primero tenía la compostura de un juez, con ojos tan penetrantes como la hoja de una espada. El segundo, más delgado, parecía el mensajero de la noche, sus cabellos ondeando sin viento y su semblante insondable. El tercero, de complexión robusta, emanaba una fuerza silenciosa; si hubiese exhalado con fuerza, habría parecido un trueno. Y el cuarto, a medias cubierto en sombras, era el enigma definitivo: sus rasgos se intuían firmes, pero poseían el vacío de un abismo.


Elena se detuvo, enfrentada a esos cuatro testigos de lo incomprensible, y sintió cómo el aire a su alrededor cobraba densidad, como si el tiempo se detuviera en una exhalación. Un susurro sacudió la hierba reseca, tan débil que parecía brotar del polvo. Y ella recordó las palabras de la abuela, pronunciadas en una vigilia invernal cuando le habló de historias que se remontaban a un origen insondable:


> “Cuando cuatro figuras aparezcan en la encrucijada, no las llames por nombre humano. Porque su senda no es la tuya, y sus designios son inamovibles”.




Elena deseó retroceder, pero no podía permitirse el lujo del miedo. La vida de su madre pesaba más que la prudencia. Alzó una mano para mostrar la bolsa, ofreciéndoles la evidencia de su inocencia, de su urgencia. En ese instante, un relámpago raso iluminó al cuarteto, revelando que la boca de uno se había curvado en una media sonrisa helada, mientras sus compañeros mantenían la expresión inmóvil.


Pareció que se consultaban sin palabras, como si existiera un lenguaje antiguo y callado. Un murmullo, un aleteo de presagio invisible. Luego, casi con precisión milimétrica, uno tras otro giraron el cuerpo, despejando el sendero como guardianes que otorgan paso.


Elena respiró con fuerza, temblorosa, y dio un paso para continuar su marcha. Al avanzar junto a ellos, percibió que un calor incongruente emanaba de esos seres, como si en su interior ardiera un fuego que no consumía sus carnes, sino que había consumido su humanidad.


Nadie la detuvo. En cuestión de latidos de su corazón, cruzó aquel tramo y se adentró al bosque que colindaba con su aldea. No volvió la vista atrás, pero la silueta de esas cuatro sombras quedó grabada para siempre en sus retinas.


Horas más tarde, ya en su hogar, administró el remedio a su madre. Mientras la mujer dormía, Elena salió al corredor para sentir el aire fresco y dejar que la tensión escapara de sus músculos. El cielo comenzaba a aclararse en un suave gris azulado, y un coro de aves anunciaba un amanecer incierto.


Quiso convencerse de que todo había sido fruto del agotamiento, de su miedo por perder a la madre. Sin embargo, al cerrar los ojos, aún sentía la mirada de la Escuadra, y resonaban en su mente antiguas profecías que jamás había querido creer.


En los días siguientes, la madre recuperó algo de su vitalidad. Pero un detalle inquietante marcó el umbral de su casa: en el suelo polvoriento, frente a la puerta, aparecieron cuatro huellas inexplicables. Parecían pisadas de hombre, pero se hundían con una perfección antinatural en la tierra. No había rastros alrededor, solo esas cuatro marcas en posición geométrica, como sellando el lugar.



Elena no habló a nadie de lo que vio. Aun así, los vecinos notaron que la muchacha se volvía taciturna. En sus ojos se adivinaba el recuerdo de un encuentro que la razón no comprende. Algunas gentes, al notar su silencio, recordaron las viejas leyendas; pero, sabiendo lo que se rumoreaba de la Escuadra, prefirieron no insistir.


Con el correr de las semanas, hubo relatos de incendios extraños en las montañas, voces sin dueño que susurraban en la noche, y una sensación en los ancianos de que algo se había despertado. Algo que no veían desde hacía décadas, o tal vez siglos.


Los cuatro heraldos continuaban su ronda, tan implacables como el eco de un trueno. Nadie sabía cuándo ni dónde aparecerían de nuevo, pero todos lo presentían en la brisa pesada, en el temblor de la tierra a la medianoche. Su presencia evocaba un secreto más antiguo que la memoria del hombre, un recordatorio de que, cuando lo inefable irrumpe en nuestro mundo, no hay sabiduría que alcance para comprenderlo.


Y así sigue la Escuadra, guardando los límites de una verdad que pocos se atreven siquiera a imaginar. Se les ve surgir de entre la neblina, silenciosos y solemnes, como si cada uno encarnara una fuerza imposible de aplacar. Sus pasos resuenan en la mente de quien osa cruzarse con ellos, recordándonos—sin hacer falta pronunciar palabra—que el mundo está tejido con hilos visibles e invisibles, y que a veces esos hilos se tensan hasta el punto de quebrarse.


Mientras permanezcan de pie, la historia quedará suspendida en un suspiro temeroso, sin certeza de si anuncian un nuevo ciclo o un final ineludible. Nadie puede descifrar del todo la naturaleza de estos cuatro rostros impenetrables. Solo queda la intuición de que su presencia no es capricho ni casualidad, sino un designio ineludible, escrito en alguna crónica milenaria que jamás hemos leído, pero cuyo rumor, en lo más profundo, todos reconocemos.


Apocalipsis 6:1-8 (RVR1960)


1. Vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos, y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir con voz de trueno: Ven y mira.



2. Y miré, y he aquí un caballo blanco; y el que lo montaba tenía un arco, y le fue dada una corona, y salió venciendo, y para vencer.



3. Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo ser viviente, que decía: Ven y mira.



4. Y salió otro caballo, bermejo; y al que lo montaba le fue dado poder de quitar de la tierra la paz, y que se matasen unos a otros; y se le dio una gran espada.



5. Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente, que decía: Ven y mira. Y miré, y he aquí un caballo negro; y el que lo montaba tenía una balanza en la mano.



6. Y oí una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: Dos libras de trigo por un denario, y seis libras de cebada por un denario; pero no dañes el aceite ni el vino.



7. Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: Ven y mira.



8. Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra.




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