Oscilar

 




La sala se asemejaba a un recinto plagado de sombras, un lugar donde el tiempo se dispersaba en hebras silenciosas. Las paredes, altas y apenas delineadas por la penumbra, presentaban fisuras que se entrecruzaban con armonías inexplicables. En el centro, pendía un péndulo de metal bruñido, suspendido de una viga oscurecida por el polvo. Al acercarme, noté en su superficie un matiz casi vivo, como si contuviera dentro de sí un rumor que desafiaba la quietud.

El ambiente resultaba tan denso que me faltaba el aliento. Temía desviar la vista de aquel objeto, pues presentía que, en cualquier parpadeo, su quietud se transformaría en un movimiento extraño. Una ráfaga imperceptible —tal vez fruto de mi imaginación— rozó el péndulo, y este empezó su danza: un balanceo tenue, pero cargado de un ritmo que parecía vibrar en todo el recinto.



A cada oscilación, las sombras se acomodaban de manera distinta. El leve roce del metal contra la cuerda provocaba un sonido mínimo, casi imperceptible, que reverberaba en mis oídos como un compás sin explicación. Una parte de mí sentía la urgencia de escapar de aquella hipnosis cada vez más opresiva; la otra, en cambio, se dejaba envolver por el influjo de su vaivén, como si, en esa repetición, existiera una clave oculta.

Quise recordar si existía un relato que describiera sensaciones similares: esa obsesión creciente por un sonido o un movimiento que se grababa en la conciencia hasta confundirla. Un antiguo recuerdo, nacido de lecturas remotas, acudió a mi mente: el testimonio de quien no podía eludir su propia culpa y acababa atrapado en un ciclo sonoro. También evocaba, casi al mismo tiempo, imágenes de infinitas sucesiones de espejos o escaleras que no llevaban a ningún sitio predecible. De pronto, todo me pareció conectado por un hilo invisible, como si el péndulo fuera el centro de una geometría que escapaba a la razón.



El balanceo aumentó de intensidad. Sin que ningún viento soplara, la pieza metálica se agitó con más fuerza, y su ritmo cobró vida propia. Me sorprendió sentir cómo mis pulsaciones respondían al mismo compás: el espacio, la penumbra, los ecos se alineaban con esa cadencia inquebrantable. Empecé a contar las oscilaciones, temiendo que la repetición me sumergiera en una espiral inacabable. Cada ida y vuelta arrastraba parte de mi calma, y una tensión indescriptible se fue instalando en mi interior.

Cuando el movimiento alcanzó su punto álgido, el péndulo de pronto se inmovilizó. Calló su roce y se quedó suspendido, como si alguien hubiera apresado la escena en medio de un instante crucial. El silencio que siguió resultó más sobrecogedor que cualquier sonido anterior: sentí que la sala respiraba a la par mía, como si también se hubiera librado de un peso asfixiante.



Con un nudo en la garganta, me atreví a acercarme. Toqué la superficie del péndulo y noté un frío implacable: no había rastro alguno del impulso que lo había sacudido. Sin embargo, en mi interior persistía la extraña vibración que me hacía dudar de todo. Fue entonces cuando comprendí que, más allá de la inmovilidad aparente, subsistía la promesa de un nuevo comienzo. Bastaría una mínima corriente de aire, un pensamiento descuidado, un titubeo, para desatar otra vez la misma danza y envolverlo todo en su influjo.

Al salir de la sala, no pude evitar mirar atrás. Tuve la clara sensación de que, aunque el péndulo parecía en reposo, su esencia radicaba en el movimiento, en aquella oscilación infinita que atrapa y cuestiona las certezas. Algo en mí supo que, desde ese instante, cada paso que diera llevaría la impronta de ese vaivén, de esa incógnita que se agita en lo más profundo, esperando el momento justo para reanudarse y hacernos dudar de lo que llamamos realidad.





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