CAPITULO 5: Simón Bolívar y la Independencia de Venezuela: Historias que Impactan, Conflictos y el Camino a la Libertad
Capítulo 5: Historias que Impactan: Simón Bolívar y la Declaración de Independencia
Octubre de 1810 – Regreso a Caracas
El puerto de La Guaira hervía de actividad. La brisa cálida llevaba consigo el aroma salado del Caribe y el eco de voces que resonaban en las estrechas calles del puerto. Simón Bolívar descendía del barco con paso firme, pero su mirada reflejaba una tormenta interna. Había pasado meses en Europa, en las frías y calculadoras calles de Londres, donde comprendió que la libertad de su patria no sería un obsequio de potencias extranjeras, sino una conquista que debía arrancarse con sangre y determinación.
Mientras avanzaba entre marineros y comerciantes, su mente se llenó de recuerdos. El Monte Sacro, la promesa hecha a Simón Rodríguez, la voz de Francisco de Miranda resonando en su cabeza con advertencias sobre los peligros de una revolución sin unidad.
A su llegada a Caracas, el bullicio de la ciudad lo envolvió. La gente hablaba en susurros o en voz alta sobre los rumores de independencia. La revolución ya no era una idea difusa, era un incendio que se extendía rápidamente.
Bolívar regresó a la casona familiar, donde el eco de sus pasos resonó en los corredores de piedra. La luz de las velas danzaba en las paredes y el aroma del cacao recién molido flotaba en el aire. Su tío Esteban Palacios lo recibió con una expresión grave, pero en sus ojos brillaba un destello de orgullo. En el hogar, todo estaba como lo había dejado, pero él había cambiado.
La cena fue silenciosa, interrumpida solo por el tintineo de los cubiertos contra la porcelana. Al final, su tío suspiró.
—Caracas es otra, Simón.
Bolívar dejó la copa sobre la mesa y lo miró fijamente.
—Yo también.
Aquella noche, el insomnio lo encontró recorriendo los pasillos oscuros, recordando tiempos más simples. Se detuvo frente a una ventana y dejó que la brisa nocturna le acariciara el rostro. Detrás de él, unos pasos ligeros interrumpieron su soledad. No era un sirviente. No era un familiar. No era necesario hablar. En el silencio, en la penumbra, hubo un entendimiento mudo antes de que la figura desapareciera en la noche.
Las Calles de la Rebelión
Caracas bullía de tensión. Las plazas se habían convertido en foros abiertos donde se discutía el futuro de Venezuela. Algunos querían la independencia total; otros, temerosos, insistían en una solución intermedia con España.
Bolívar caminaba por las calles, escuchando, observando, aprendiendo. Se detuvo en un mercado donde un comerciante anciano acomodaba su mercancía con movimientos pausados.
—La revolución se siente en el aire —dijo el viejo, sin mirarlo directamente.
Bolívar asintió.
—Pronto se hará realidad.
El anciano lo miró con escepticismo.
—La libertad es como el pan, muchacho. Hay que amasarla con fuerza y cocerla en fuego alto, pero si se quema, se vuelve amarga.
Bolívar se alejó reflexionando sobre aquellas palabras.
El Congreso y la Tensión Política
Dentro del Congreso, la incertidumbre se palpaba en el aire. Los debates se volvían más acalorados con cada jornada. Algunos diputados insistían en la necesidad de negociar con España, argumentando que la revolución podía ser sofocada antes de consolidarse. Otros, como Bolívar, defendían que la independencia debía proclamarse sin condiciones.
Entre los opositores a la independencia estaba Domingo de Monteverde, un oficial español que desde La Guaira enviaba mensajes desalentando la insurrección. En las sombras, otros como José Domingo Díaz, un realista convencido, escribía pasquines advirtiendo sobre la anarquía que traería la república.
Una noche, mientras recorría las calles desiertas, un joven revolucionario se le acercó.
—Señor Bolívar, el pueblo espera… pero también teme.
Bolívar se detuvo y miró al joven a los ojos.
—El miedo es el precio de la libertad. Pero si queremos ser libres, debemos pagar ese precio.
El joven asintió, comprendiendo que ya no había marcha atrás.
5 de Julio de 1811: La Primera Independencia
El calor en Caracas era sofocante. La ciudad entera esperó con ansias la decisión del Congreso.
Finalmente, las puertas del Congreso se abrieron de golpe y un hombre salió corriendo, gritando lo que muchos temían y otros anhelaban:
—¡Venezuela es libre!
El grito recorrió las calles como un relámpago. Las campanas de las iglesias repicaron, las banderas se alzaron, la multitud estalló en vítores y lágrimas.
Pero no todos celebraban. En una taberna apartada, un grupo de hombres bebía en silencio.
—Es un error —murmuró Monteverde, con el ceño fruncido—. No tardaremos en hacerles pagar por su osadía.
Mientras tanto, en una calle solitaria, Bolívar miraba la ciudad iluminada por la esperanza y la incertidumbre.
—¿Y ahora, qué sigue? —preguntó un joven revolucionario a su lado.
Bolívar no apartó la vista del horizonte.
—Ahora comienza lo más difícil.
Respiró hondo. No había regreso. No había otra vida esperándolo. Solo existía este camino, y él debía recorrerlo hasta el final.
La independencia estaba declarada, pero la guerra apenas comenzaba.
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