Manos vacias, pasos firmes
¿Cómo se construyen las redes de apoyo?
A veces, los caminos más importantes no son los que transitamos solos, sino aquellos que recorremos de la mano de alguien más. En esta historia, Rosa y María encuentran en la caminata un refugio y una promesa silenciosa: sostenerse mutuamente cuando todo parece derrumbarse.
Una historia sobre segundas oportunidades, amistad y la fuerza de la comunidad.
La botella descansaba sobre la mesa de la cocina, brillando bajo la luz temblorosa que entraba por la ventana. Rosa la miraba, fija, como si al hacerlo pudiera desactivar el imán que la atraía hacia ese líquido ámbar. Afuera, el viento arrastraba hojas secas por la vereda, la misma vereda que meses atrás recorrió de la mano de María, cuando apenas empezaban a caminar juntas.
Se conocieron en la salita barrial, en uno de esos talleres para mujeres que decían “cuidado personal” en el afiche, pero que en realidad eran espacios donde la palabra "soledad" flotaba en el aire como perfume barato. María llegó con el alma arrugada y los ojos apagados, recién separada y sin saber quién era cuando no era "la esposa de". Rosa llegó después, con los nudillos gastados de tanto golpear puertas que nadie abría, buscando trabajo, buscando compañía, buscando algo que la mantuviera lejos de la bebida.
Lo que empezó como una charla tímida entre tazas de té aguado terminó siendo un pacto silencioso: acompañarse, aunque sea desde la vereda de enfrente. Cuando Rosa tenía ganas de beber, salía a caminar. Cuando María sentía que el pasado la ahogaba, llamaba a Rosa y caminaban juntas. Paso a paso, iban dejando atrás sus propias sombras.
Esa red de sostén creció con el tiempo. Lilian, la vecina amante de las plantas y el canto, las veía pasar y siempre les regalaba un esqueje de algo nuevo. “Para que algo crezca, hay que sacarlo al sol de vez en cuando, igual que a nosotras”, decía con una sonrisa de labios rojos. Y a veces, un ramito de lavanda en el bolsillo bastaba para atravesar una tarde difícil.
Pero esa red no siempre era suficiente. Rosa lo supo aquella noche, cuando el mensaje de María quedó sin respuesta y la botella volvió a aparecer. Su mano tembló al destaparla, no por el deseo, sino por el miedo. Miedo a ser de nuevo esa mujer que se escondía detrás del alcohol, miedo a perder lo poco que había construido, miedo a decepcionar a la única persona que había aprendido a confiar en ella.
En el bolsillo del delantal, arrugado como un recuerdo incómodo, estaba el papel que había encontrado esa mañana, escondido bajo la almohada. Con letra temblorosa y trazos infantiles, decía: “Mamá, no quiero que te vayas otra vez.” Era la hija de María, esa nena que siempre las espiaba cuando volvían riendo de alguna caminata. Esa nena que había aprendido a medir los días buenos por el número de pasos que daban juntas.
El ruido de las hojas secas arañando la ventana la sacó de su trance. Salió al pasillo, buscando aire, y encontró a María del otro lado de la puerta, con las zapatillas gastadas y el abrigo fino de siempre. No dijo nada. Solo extendió una mano.
—¿Caminamos un rato? —preguntó María.
Rosa asintió. Cerró la puerta dejando la botella atrás. Caminaron en silencio, como aquella primera vez, dos mujeres rotas que no buscaban respuestas, sino compañía. Y mientras avanzaban, Rosa recordó algo que le había dicho su primo Martín, el que desde La Perla siempre creía en la fuerza de lo colectivo:
—Las comunidades más fuertes son las que aprenden a sostenerse unas a otras.
Tal vez eso también servía para ellas.
Esa noche, cuando volvió a casa, Rosa bebió un té de tilo. Y fue suficiente.
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