Capitulo 2: Hidalgo. "El Estudiante Impuro"

Capítulo 2: El estudiante impuro

“El conocimiento no me aleja de Dios, pero a veces me acerca demasiado al hombre.”
(Fragmento apócrifo atribuido a Miguel Hidalgo, 1770)

El Colegio de San Nicolás de Valladolid olía a cera, papel y a madera vieja. Sus claustros de piedra clara resguardaban los pasos de quienes creían que el saber podía ser redentor. Miguel, con diecisiete años, caminaba por aquellos pasillos con una carpeta bajo el brazo y el ceño siempre levemente fruncido, como si cada idea que se le cruzaba fuera insuficiente para calmar el ruido de su mente.

No era un estudiante ordinario. Dominaba el latín con soltura, leía a los padres de la Iglesia pero también a los enciclopedistas franceses, cuyas obras llegaban en volúmenes escondidos, casi como contrabando, gracias a bibliotecarios cómplices o profesores silenciosamente rebeldes.

Su familia, desde Pénjamo, le enviaba cartas con frecuencia. Su madre le pedía que no olvidara rezar cada noche. Su padre, más pragmático, le escribía con orgullo por sus avances y le recomendaba prudencia con sus opiniones. Sus hermanos menores lo veían como un sabio inalcanzable. Miguel leía esas cartas junto a la ventana de su celda, con una mezcla de ternura y melancolía. Amaba a su familia, pero intuía que su camino lo llevaría más allá de lo que ellos imaginaban.

A veces, en la soledad del anochecer, recordaba las comidas familiares, las risas junto al fogón, el olor a maíz tostado. Pensaba en sus hermanos jugando entre los surcos de tierra, en la voz dulce de su madre cantando coplas. Esa vida sencilla era parte de él, pero también sabía que su misión requería alejarse, transformarse.


—¡De nuevo usted con Voltaire! —le gritó un día el rector, al encontrarlo leyendo en el jardín trasero.
Miguel se levantó con parsimonia.
—Le aseguro, reverendo, que el infierno no será más caliente por haber leído sobre la tolerancia.

No fue expulsado, pero se le hizo advertencia formal. "El saber sin obediencia es orgullo", le dijo el rector. Miguel escribió aquella frase en su cuaderno, y debajo anotó: “Y la obediencia sin saber, esclavitud.”

La vida en el colegio era austera. Se levantaban con las campanas del amanecer, asistían a misa, copiaban tratados teológicos y discutían en latín los dilemas morales del alma. Pero Miguel sentía que algo faltaba. No le bastaba con comprender la trinidad o el pecado original. Le interesaban las leyes humanas, la física, el origen de los pueblos.

Una noche, junto a una vela ya derretida, abrió un tomo de Montesquieu y subrayó: “Una nación puede sobrevivir a sus locos, incluso a sus ambiciosos, pero no a la corrupción de su alma.”

En el comedor, comía rápido y callado. Sus compañeros lo respetaban, algunos lo admiraban en silencio, otros lo envidiaban. Tenía una forma de hablar que hería sin insultar, como si cada palabra viniera de algún sitio que los demás no alcanzaban.

Una vez, un estudiante lo desafió:
—Hidalgo, ¿crees más en los hombres que en Dios?
—Creo que Dios no nos dio razones para adorarlo con miedo, sino para amarlo sin intermediarios.

La frase corrió como incendio por el claustro.

Le gustaba enseñar a los estudiantes menores. Explicaba gramática, lógica y también contaba anécdotas de los autores prohibidos. Uno de los niños, de origen otomí, dijo una vez:
—Maestro Miguel, ¿usted también es indio?
Miguel sonrió.
—No, pero a veces me gustaría. Porque ustedes tienen una historia que los libros no cuentan.

Al final del año, presentó su tesis en teología, como todos los estudiantes. Pero el suyo no fue un tratado clásico. Discutió sobre la posibilidad de una fe sin jerarquías, de una iglesia que sirviera más a los pobres que a los poderosos.

No fue censurado, pero tampoco fue elogiado. El rector dijo:
—Tiene talento, pero le falta humildad.
Hidalgo pensó: “Lo que me falta es paciencia.”

Ese joven de mirada firme, que leía a Rousseau de noche y rezaba con dudas por la mañana, sería ordenado sacerdote pocos años después. Pero ya entonces llevaba consigo una semilla de rebeldía. No era el revolucionario de armas, sino el estudiante impuro, el lector incorregible, el que sabía que el mundo podía ser mejor si se atrevía a pensar distinto.


Nota: El Colegio de San Nicolás de Valladolid (hoy Morelia) fue una institución clave en la formación de muchos criollos ilustrados del virreinato. Fundado en el siglo XVI, se caracterizaba por un nivel académico elevado y un clima de tensiones entre la ortodoxia católica y las ideas ilustradas.

Nota de contexto mundial: En la década de 1770, mientras Hidalgo se formaba, Europa vivía el auge de la Ilustración con autores como Voltaire, Diderot y Rousseau. En América del Norte, los movimientos patriotas comenzaban a desafiar a la Corona británica, mientras en Sudamérica algunos criollos, como Francisco de Miranda, ya viajaban por Europa recogiendo ideas revolucionarias. El mapa del mundo comenzaba a cambiar, y algunos jóvenes en las colonias lo sabían.

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