La Araña y el Silencio
Araña
El primer hilo apareció una madrugada de agosto.
Marta pensó que era una casualidad: una telita en la esquina del marco de la ventana. Vivía sola desde hacía ya tres inviernos, y si algo había aprendido era a convivir con los detalles: los ruidos del techo, la lentitud del reloj, los objetos que se desplazan imperceptiblemente en la casa cuando no hay nadie más.
Pero al día siguiente, otro hilo. Y otro más. Como si una mano diminuta y laboriosa tejiera en secreto mientras ella dormía.
—Tiene compañía, señora Marta —dijo el joven enfermero cuando le trajo los medicamentos—. Es una araña chiquita. Ahí, en la cortina.
Ella no respondió. Solo observó. A los ochenta y dos años, no quedaban muchas cosas por decir.
Pasaron los días. La telaraña creció. Marta se acostumbró a verla, frágil y tensa, resistiendo los vaivenes del viento que se colaba por las hendijas. A veces pensaba en borrarla. Tomar el plumero, sacudir, limpiar. Pero no lo hacía. No podía. Algo en ese tejido la detenía. Como si no fuera una suciedad, sino un mensaje.
Recordó entonces a su hermana menor, la única que siempre le hablaba con franqueza. “Vos siempre querés que todo esté impecable porque sentís que si algo se rompe, te rompés vos también”, le había dicho. Marta, por supuesto, se había ofendido.
Pero ahora, sola y con la telaraña creciendo como una red de suspiros entre la ventana y la lámpara, Marta comprendía que la vida no se trataba de tener todo en orden. Que a veces uno sobrevive gracias al caos. Que hay belleza en el desorden cuando es fruto de la paciencia.
Una tarde, mientras tomaba su sopa, la araña bajó. Pequeña, gris, casi transparente. Marta no se asustó. Al contrario. Se sintió acompañada. Como si alguien más, otra alma diminuta, estuviera luchando por sostenerse.
Esa noche escribió en su cuaderno:
"No estoy sola. Me acompaña una tejedora de silencios. Yo también estoy hilando mi telaraña."
Un mes después, la telaraña seguía intacta. Y Marta también.
Ya no pensaba en sacarla.
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