Abigail: La Mujer que interceptó la Ira en La Biblia
Interceptar la Ira: Abigail, esposa de un necio
En los campos de Maón, entre los rebaños de ovejas que pastaban en las alturas de Carmelo, se alzaba una casa grande, de piedra y poder. Era la casa de Nabal, un hombre rico en ganado y pobre en juicio. Su corazón era áspero como la tierra reseca que pisaba, y su palabra, más dura que sus ovejas sin esquilar.
Abigail, su esposa, lo sabía.
No por rumores, sino por años.
Ella, mujer de buen entendimiento y de mirada serena, había aprendido a moverse entre la sombra del desprecio y el rumor de la violencia doméstica que no necesita golpes para doler.
Cuando llegó la noticia de que David, el ungido aún errante, había enviado mensajeros pidiendo hospitalidad en tiempo de cosecha, Abigail escuchó con esperanza. “Quizás esta vez”, pensó, “Nabal dará una respuesta sabia.” Pero el corazón del necio no conoce prudencia.
—¿Quién es David? —dijo Nabal, ebrio de vino y arrogancia—. ¿Y quién es ese hijo de Isaí? ¡Hay muchos siervos que huyen de sus señores hoy en día!
No solo se negó a ayudar. Humilló públicamente a David. Y con ello, encendió una mecha que ya ardía en el alma del guerrero.
Cuando los criados vinieron corriendo a Abigail, no lo hicieron por protocolo. Lo hicieron por temor.
—Señora, David viene con cuatrocientos hombres —le dijeron—. Y todos llevan espada.
Ella no pidió permiso a Nabal. No habría servido. Lo conocía bien: borracho de orgullo y ciego de necedad.
Actuó rápido. Preparó una caravana de alimentos —panes, vino, grano, ovejas cocidas, frutas secas— y montó su propio asno. Ordenó a sus siervos ir delante. Ella iría sola. A enfrentarse con el destino de su casa, en sus propios términos.
En una curva del camino, la encontró la espada del juicio: David, con el rostro endurecido, montando hacia la venganza.
Abigail bajó del asno. Su túnica se llenó de polvo. Pero su voz fue clara, su postura firme.
—Señor mío —dijo inclinándose—, sobre mí sea el pecado. No hizo caso mi señor de aquel hombre perverso, Nabal... Porque conforme a su nombre, así es: necio se llama, y la necedad está con él.
No justificó. No negó. No mintió. Habló la verdad que nadie se atrevía a decir en voz alta: que Nabal era un necio, y que su necedad podía arruinarlo todo.
—Jehová ciertamente establecerá casa firme a mi señor, porque pelea las batallas del Señor. No se manche tu mano con sangre inocente —suplicó—. Que no sea esto tropiezo ni remordimiento para ti, cuando el Señor te haya dado casa duradera.
David escuchó. Y las palabras de Abigail fueron como aceite sobre la herida.
—Bendito sea Jehová, que te envió hoy a interceptarme —dijo finalmente—. Y bendita seas tú, que has impedido que haga justicia con mis propias manos.
Abigail regresó. La sangre no corrió. Pero Nabal no vivió mucho más. Al saber lo que había estado a punto de suceder, su corazón se detuvo, como si la vergüenza o el temor lo hubieran partido en dos. Diez días después, murió.
Y David, reconociendo en aquella mujer la templanza, la sabiduría y el valor que había visto en muy pocos hombres, la tomó por esposa.
Epílogo
Abigail fue esposa de un necio, pero no fue necia.
Vivió en casa de un hombre poderoso, pero no esperó permiso para actuar con poder.
Ella interceptó la ira sin armas, la violencia sin gritos, la venganza sin venganza.
Y cambió el destino de su casa y del futuro rey.
Basado en 1 Samuel capítulo 25, versión Reina-Valera 1960.
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