El Habano que No se Encendió
El Habano que No se Encendió
Nunca lo encendió.
Ese habano, grueso y oscuro, con la vitola dorada[1] apenas despegada por el tiempo, yacía en el fondo del viejo cajón de herramientas como un secreto olvidado. Había sobrevivido a tres mudanzas, dos inundaciones, una separación y una década de silencio. Y sin embargo, seguía ahí. Envuelto en ese aire de ceremonia postergada, de ritual no consumado.
Mi padre lo trajo de Cuba.
Fue en 1982. Lo enviaron como delegado sindical a un congreso internacional. Fue su único viaje fuera del país. Volvió distinto. Más erguido, más callado. Trajo dos cosas: un libro de poesía de Nicolás Guillén —que nunca leímos— y ese habano. “Para una ocasión especial”, dijo. Yo tenía diez años. No entendí. Pero lo guardó como quien guarda una promesa.
Durante años, lo miré de reojo.
Era más que un cigarro. Era su símbolo. De algo. No supe bien de qué. De un momento que nunca llegaría, de una celebración futura que siempre quedaba al borde de lo posible.
Después vino la vida.
Mi adolescencia crujió como tabla vieja. Discusiones. Puertas que se cerraban. Yo probando cosas para hacerlo enojar. Él, endureciéndose aún más. Nunca un golpe. Pero su silencio, su forma de no mirarme, era castigo suficiente.
Nunca hablamos de mi madre, que se fue una tarde de marzo diciendo “no puedo más”. Nunca hablamos de mi decisión de dejar ingeniería para estudiar literatura. Nunca hablamos de lo que dolía.
Lo único que parecía estable, inmutable, era ese habano.
Seguía ahí.
Como si esperara algo.
Una paz. Un perdón.
Pasaron años.
Yo me mudé. Cambié de ciudad. Me casé. Me divorcié.
Él se jubiló del astillero y se quedó solo en la casa de Lomas. Nos escribíamos una vez por año: en mi cumpleaños. Y en el suyo. Postales, como turistas de una relación que alguna vez fue cercana.
Hasta que un día, en pleno enero, recibí una carta escrita a mano.
Casi no reconocí la letra.
"Necesito silencio. Me voy a Mar del Plata por un tiempo. No me busques."
No lo busqué.
Pero tampoco dejé de pensarlo.
En 2022, lo encontré en el hospital de la UOM. Había tenido un pequeño ACV. Una asistente social me llamó porque era el único contacto que quedaba en su libreta.
Fui con miedo. Con vergüenza también.
Estaba más flaco, la piel llena de manchas, los dedos temblorosos. Pero los ojos… los ojos eran los mismos.
Cuando me vio, sonrió.
“Volviste”, dijo.
“No. Vos me llamaste”, respondí.
Lo traje a vivir conmigo por un tiempo. Hasta que se recuperara. Se instaló en mi casa como un mueble antiguo: silencioso, presente. Yo tenía mi rutina de clases, él su café y sus recuerdos. Hasta que un día, mientras ordenaba mi escritorio, lo encontré.
El habano.
Envuelto aún en el mismo pañuelo de lino.
La vitola decía “Cohiba Espléndido”[2]. Su color era más ceniza que tabaco. Tenía olor a mueble cerrado, a cosas que se guardan demasiado.
Lo llevé hasta la mesa del comedor.
Lo puse frente a él.
“¿Qué hacés con eso?”, preguntó.
“Te iba a preguntar lo mismo.”
Me miró como pocas veces lo había hecho.
“Siempre pensé que lo iba a fumar cuando naciera tu primer hijo. Pero no pasó. Después, dije: cuando me jubile. Tampoco. Y después... se volvió un recordatorio de todo lo que no hice.”
Se quedó callado.
Yo también.
“¿Querés que lo fumemos ahora?”, le pregunté.
Negó con la cabeza.
“No me da el cuerpo. Ni las ganas.”
Nos quedamos mirando el habano como si fuera un animal dormido.
Después, con un gesto casi tierno, lo tomó y lo desarmó. Como quien pela una fruta que no se atreve a comer.
Dentro, hojas secas enrolladas como pergaminos. Tabaco añejo. Casi polvo.
Lo esparció sobre un plato de cerámica.
“¿Sabías que los habanos buenos se arman a mano, con tripa larga? Cada hoja tiene que colocarse en un orden exacto. Si lo hacés mal, el cigarro no quema parejo.”
Guardó silencio.
Y agregó:
“Así también pasa con las palabras, con los gestos. Si llegan tarde o mal puestas, no encienden.”
Esa noche cocinamos juntos.
Arroz con azafrán y garbanzos. Plato simple. Sin pretensiones.
Hablamos como si fuéramos otros.
Me contó de su padre, de la vez que quiso dejar la escuela para trabajar. De cómo soñó con escribir una novela pero nunca pasó de cinco páginas.
Me escuchó cuando le hablé de mi hija. De mi miedo a repetir sus errores.
No nos perdonamos con palabras. Nos perdonamos con migas en la mesa.
El habano no volvió al cajón.
Lo guardé en un frasco de vidrio. Como quien guarda cenizas. No de lo que se consumió, sino de lo que se resignificó.
Ya no es promesa, ni frustración.
Es testigo.
Notas
[1] Vitola es el nombre que recibe la banda de papel decorativa que rodea a un habano, cerca de su cabeza. Suele indicar la marca o procedencia del cigarro, y muchas veces se convierte en objeto de colección. No debe confundirse con la vitola de galera, que se refiere al tamaño y forma del puro. ↩
[2] Cohiba Espléndido es uno de los habanos más prestigiosos de la marca cubana Cohiba, originalmente creada para uso exclusivo de Fidel Castro. Elaborado a mano con hojas seleccionadas de la región de Vuelta Abajo, posee una vitola tipo Julieta No. 2 (formato largo y elegante), y es reconocido por su aroma suave y su complejidad de sabores. Hoy es considerado un lujo, y su precio unitario puede superar los 100 USD. ↩
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