El Hombre Muerto
El hombre muerto
Horacio Quiroga, 1937.
Con su acostumbrada lentitud, el hombre pasó el brazo por el machete y lo sacó del palo. Luego, mientras apartaba la gramilla con el pie desnudo, se agachó hasta el suelo.
El sol ardía ya en la selva, y la luz reverberaba en el pajonal como sobre una llanura sin fin. Allá lejos, la espesura cerrada de los bananales y el cinturón azul de las colinas, inmóviles también, parecían ahogarse en la luz. Y todo era sol: sobre la roja sangre de las cañas, sobre el tronco gris de los eucaliptos; en el aire vibrante, en la tierra calcinada.
El hombre trabajaba.
Había comenzado con la alborada, y el machete abría paso a la vez en el pasto y en el aire tibio y húmedo aún.
Sollozaba el hierro en las cañas, y en cada golpe, gotas de sudor resbalaban de la barba a la camisa.
Después de un instante de descanso, pasó la diestra por la frente, y miró: cinco metros ya limpios.
Entonces, con cuidadoso esfuerzo, apoyó el machete, se enderezó despacio y contempló su obra. Una ligera sonrisa estiró sus labios.
Pero la sonrisa se contrajo, la boca se crispó.
Quiso afirmarse, no pudo.
Quiso hablar, gritar… tampoco pudo.
Un frío glacial le paralizaba la garganta.
El hombre había tropezado con el lazo de un tronco muerto oculto por la gramilla, y había caído pesadamente. Al caer, el machete se hundió en su vientre.
Por un momento quedó inmóvil, sorprendido. Luego, con enorme esfuerzo, trató de incorporarse: el dolor lo detuvo.
El sol le golpeaba la cabeza, el aire parecía quemar.
Entonces comprendió.
—¡Estoy muerto! —pensó—.
La vida se le iba en oleadas de sangre, y un frío creciente subía de sus pies al pecho.
El hombre quiso gritar: su voz no respondió.
—¡Estoy muerto! —repitió.
Sin embargo, su pensamiento era claro: si alguien venía pronto, aún podría salvarse.
Su mujer no tardaría en volver de la chacra vecina.
Su hijito jugaba allá lejos.
Alguien debía venir.
El hombre miró la senda.
¡Cuán corta le parecía ahora!
A cincuenta pasos de allí estaba la tranquera.
Si pudiera arrastrarse…
El hombre se arrastró un metro.
El esfuerzo fue supremo, inútil.
—¡Estoy muerto! —pensó de nuevo.
Y la sangre corría y el frío subía.
El hombre oyó el silbido del viento en los eucaliptos.
Oyó la zumbadora siesta, oyó las voces de su hijo en el maizal.
La selva ardía.
Yacía de espaldas.
El cielo era de fuego, el aire de fuego.
Un hormiguero comenzó a invadirle el brazo, pero no lo sintió.
Las hormigas le subieron al pecho y la cara.
El hombre no las veía.
Por última vez pensó: —¡Estoy muerto!
Después ya no pensó más.
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