El Café de Varsovia
El café de Nowy Świat
Varsovia, 16 de julio de 2025.
El amanecer no es calmo en Śródmieście, el distrito central de Varsovia. El aire está saturado de humedad, los adoquines de la calle Nowy Świat reflejan la luz como un espejo sucio, y las bicicletas de alquiler amontonadas junto al monumento a Copérnico parecen no haber dormido.
En el número 27 de Nowy Świat, entre la librería Prusa y un local de pierogi para turistas, se encuentra el Café Wędrowiec. El cartel de hierro forjado sobre la puerta, con una taza de café y una brújula, es famoso entre los estudiantes de la Universidad de Varsovia, los diplomáticos solitarios y algunos periodistas de vieja escuela.
Ese día, el barista abre media hora antes. No por error, sino por instrucción.
A las 7:35, Elías Martel, agente encubierto del CNI español, cruza caminando la placeta de Krakowskie Przedmieście, sin mirar el río Vístula ni el Palacio Presidencial. Va directo a su cita. Lleva una campera liviana, auriculares sin música y un cuaderno de tapas negras que no contiene nada. O eso parece.
El rincón que elige es el habitual de los que no quieren ser vistos. Bajo un retrato de Chopin, justo al lado del enchufe que casi nunca funciona.
Entonces aparece ella.
La llaman la “Dama Gris”. No tiene nacionalidad fija, aunque el pasaporte que usa hoy dice “Canadá”. Lleva un vestido color tiza, gafas de lectura colgando del cuello, y una cartera Hermès que nunca pasa por los escáneres sin activar alarmas. La última vez que se cruzaron fue en Bucarest. Y ambos sobrevivieron.
—Verte aquí significa que todo cambió —dice Elías sin mirarla directamente.
—Significa que estás más solo de lo que pensás —responde ella, dejando un USB blanco sobre el platito del café. No tiene etiqueta, pero huele a trampa.
Al fondo, en la esquina opuesta, un supuesto turista alemán juega con su celular. Lleva una mochila con una etiqueta de Lufthansa y una cámara que no apunta a nada. Muy prolijo para ser real.
El barista cambia la música. Suena “Jeszcze Po Kropelce”, un vals nostálgico en polaco. Afuera, un tranvía 15 chirría al frenar frente al Museo Chopin, a solo dos cuadras. Todo parece coreografiado.
—¿Qué hay en el USB? —pregunta Elías.
—Tu agencia tiene una fuga —responde ella—. Ese archivo tiene nombre, cuentas en Suiza, y un protocolo de escape que ya estás tarde para usar.
Elías no lo toca. Nunca lo haría en un primer encuentro. Sabe que están siendo grabados. O algo peor.
El alemán se levanta. Camina hacia el baño, pero gira en ángulo recto hacia la mesa. Mano en la chaqueta. Elías no espera. Saca su Glock silenciada desde la espalda y dispara una sola vez, directo al pecho.
El cuerpo cae como si se desmayara. La pistola desaparece en su espalda antes de que alguien grite.
Pero la Dama Gris ya no está. Ni rastro. Solo quedó su cartera. Dentro, un pasaporte vencido, una tarjeta SD y una nota escrita en papel reciclado:
“Lisboa. Terminal 1. Si seguís vivo.”
Dos horas más tarde, los titulares locales hablan de un turista alemán que sufrió un infarto. La policía precinta el Café Wędrowiec por "precaución", pero el local reabre al día siguiente.
Nadie habla de disparos. Las cámaras de seguridad no muestran nada. El audio del local se “perdió”. La embajada española emite un comunicado neutro. Nadie nombra a Elías.
Esa noche, en una pensión cercana al Parque Saski, Elías enciende la tarjeta SD. Hay una sola imagen: él, entrando al café esa misma mañana.
Y una línea de texto:
“Estás marcado. Y no por mí.”
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