Hermanos - Capítulo 1 : "El Campo que Nos Separa "
El campo que nos separa
Capítulo 1 de la serie “Hermanos”
Nadie supo nunca qué fue lo último que le dijo. Ni siquiera yo, que estaba tan cerca.
La tarde era de un oro suave, con ese silencio espeso que solo el campo conoce. Mi hermano y yo llevábamos horas trabajando, espalda con espalda, sin cruzar palabra. Solo el sonido hueco de las palas entrando en la tierra húmeda y el zumbido insistente de los insectos marcaban el ritmo del tiempo.
Éramos dos hombres ya, aunque llevábamos dentro la infancia como una herida que no terminaba de cerrar. A veces pensaba que si bastara con pedir perdón, lo haría. Pero el problema no era el perdón. Era el orgullo. El suyo. El mío. Como dos cercas paralelas que avanzan sin tocarse.
De chicos, todo era distinto. Compartíamos la cama en los inviernos fríos, nos peleábamos por la última porción de pan, nos turnábamos para leer el libro que nos había regalado el abuelo. Él leía en voz alta, arrastrando las palabras, y yo corregía sin piedad. Después me tocaba a mí, y él se dormía mientras yo seguía leyendo en la penumbra.
También compartíamos secretos. El escondite detrás del granero. El miedo al trueno. Las lágrimas escondidas cuando mamá enfermó. Aquella vez, cuando la fiebre no cedía y la casa olía a vinagre y hojas de eucalipto, él me apretó la mano en la oscuridad y me dijo: “Si se muere, nos quedamos solos”.
Pero mamá no se murió. Aunque algo entre nosotros sí.
Con el tiempo, las palabras se hicieron raras, las miradas duras. No hubo gritos, ni una pelea puntual. Solo acumulación. Como maleza entre los surcos bien plantados. Un día no fui a su cumpleaños. Otro, él no me ayudó cuando volqué el remolque. Piedra sobre piedra, el silencio se volvió costumbre.
Aquel día, mientras cavábamos una zanja para drenar el agua de la lluvia, noté cómo le temblaban los dedos al sostener la pala. Era apenas un gesto, pero lo conocía bien. Era miedo. Y cansancio. Y rabia contenida. Igual que en mí.
El sol bajaba despacio. Tal vez fue esa luz tibia lo que me aflojó el pecho. Tal vez fue el peso del tiempo. No sé por qué, pero hablé.
—¿Te acordás de cuando enterramos a Gato?
Se detuvo. Levantó apenas la cabeza. Una sonrisa fugaz asomó bajo el ala del sombrero.
—Fue debajo del duraznero. Dijiste que iba a florecer más dulce.
—Nunca floreció más.
—Nunca llovió igual.
No dijo nada más. Se sentó en la tierra como si algo le pesara demasiado. Yo también dejé la pala. Me acerqué. Nos miramos por primera vez en años. Y entonces lo dijo.
—No te odié.
Solo eso.
Yo no lloré. Él sí.
Nos quedamos ahí, sin palabras. No hicimos promesas. No pedimos perdón. Solo dejamos que el silencio volviera. Pero ya no era duro. Era como un surco recién abierto: aún vacío, pero con la promesa de algo nuevo.
Esa noche, cenamos juntos. Un guiso sencillo. Él trajo pan. Yo llevé aceitunas. Partimos el pan sin medir quién comía más. Me contó una anécdota de papá que había olvidado. Me reí. Se rió. Lento, como quien vuelve a caminar después de un accidente.
Con el tiempo, volvimos a sembrar juntos. La mayoría de los días en silencio, pero ya era un silencio distinto. No de distancia, sino de compañía.
Una tarde de otoño, lo escuché silbar mientras cargaba leña. Era una melodía vieja, una de esas que mamá cantaba cuando el pan estaba en el horno. Me quedé escuchando desde el galpón, sin que me viera. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba solo en el mundo.
El día que él faltó, me quedé con su sombrero colgado en la pared del granero. A veces lo miro. A veces me enojo. Pero siempre, siempre, lo extraño.
Y cuando el sol baja sobre el campo, con ese oro suave que conocimos de chicos, me parece escuchar su silbido.
Entonces, vuelvo a cavar.
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